La matriz religiosa de Lutero - Raúl Pariamachi ss.cc.

Autor: 

R. Raúl Pariamachi, ss.cc.

Al cumplirse este 31 de octubre 500 años del movimiento de Reforma Protestante, compartimos este excelente artículo de Raúl Pariamachi ss.cc. sobre la biografía y proceso teológico de Martín Lutero.

El próximo 31 de octubre se cumplirán 500 años de la publicación de las 95 tesis de Martín Lutero sobre las indulgencias. Una excelente ocasión para reflexionar sobre el aporte del teólogo alemán en la reforma de la Iglesia, ponderando su sentido, alcances y límites. Me atrevo a escribir estas breves líneas sin ser un luterólogo, sino sencillamente como un lector curioso que se siente atraído por el “enigma” Lutero, desde mis servicios actuales de maestro de novicios y profesor de teología (mis referencias a los autores son directas o indirectas según los casos). Especialmente a partir del curso de Gracia me he preguntado en qué consiste el punto de encuentro entre biografía y teología en la vida de Martín Lutero, como en Pablo de Tarso o Agustín de Hipona. Me parece que Lutero es un “clásico”, en el sentido de ejemplo paradigmático: alguien que aunque en su origen está marcado de manera particular, al mismo tiempo tiene la posibilidad de ser universal en sus efectos, con las grandezas y miserias propias del ser humano.

 

1.         Las crisis en la celda
 
Me concentro en la etapa situada entre los límites de la vivencia de la llamada a la vida religiosa de Lutero (1505) y la publicación de sus 95 tesis sobre las indulgencias (1517), un tiempo que vivió como fraile agustino en los conventos de Erfurt (1505-08 y 1509-11) y de Wittenberg (1508-09 y 1511-17) en la antigua región alemana de Sajonia, que transcurrió entre sus 21 y 33 años de edad. Veamos.
 
En algunos autores la explicación del origen del fenómeno Lutero se enfoca en “la experiencia de la torre” (Turmerlebnis), de la que trataré más adelante. He preferido hablar aquí de “las crisis en la celda” para ampliar el marco vital, porque la conversión de una persona no se explica de modo suficiente a partir de un episodio puntual. Cuando hablo de “celda” me inspiro en los apotegmas de los padres del desierto.
 
En efecto, se cuenta que en Scitia un hermano vino al encuentro del abad Moisés para pedirle una palabra, y el anciano le dijo: “Vete y siéntate en tu celda; y tu celda te lo enseñará todo”. La celda como un signo de la permanencia en la propia vocación, de la fidelidad a lo que se busca. Se cuenta que después de muchos años en el desierto del Sahara, Carlo Carreto visitó a su madre en Italia, una mujer anciana que había gastado su cuerpo trabajando duro para ganarse la vida. Carlo se cuestionó sobre si su madre no sería más contemplativa que él. Su conclusión no fue que él se había equivocado, sino que cada quien tiene su propia celda en la vida: “Él había entrado en su celda, y la celda le había enseñado lo que necesitaba saber. Su madre había entrado también en su propia celda, y esa celda le había enseñado lo que ella necesitaba saber”. Cada infidelidad a su vocación de monje lo había dejado “menos persona”, menos “él mismo”; así también, a la mujer, cada traición a su vocación de madre la había dejado “menos persona”, menos “ella misma”. Lutero también entró en su celda para encontrar a Dios y para encontrarse a sí mismo. En sus años de religioso y de teólogo vivió profundas crisis, que lo llevarían fuera del convento, aunque tal vez no lejos de su propia celda.
 
En el verano de 1505, el joven Martín volvía de sus vacaciones a la prestigiosa universidad de Erfurt, donde estudiaba derecho para complacer a su padre (quien había ascendido de campesino a minero). En el camino se desató una fuerte tormenta que hizo temer lo peor, sentía que un rayo podría acabar con su vida: “¡Auxíliame, Santa Ana, y seré fraile!”, prometió. Pocos días después Lutero tocaba las puertas del convento de los agustinos de la Observancia en la misma Erfurt. En realidad, se sabe que un poco antes se había planteado la posibilidad de hacerse monje para servir a Dios.
 
Los primeros escrúpulos se presentan en el noviciado, que se transformarían en los primeros síntomas de temor servil a Dios y de pelagianismo práctico (sostenerse en sus propios méritos). El propio Lutero cuenta que mortificaba su cuerpo con oraciones, vigilias y penitencias, siendo supersticioso, diligente y humilde: quería abrazar la Regla de san Agustín viviendo en castidad, pobreza y obediencia para conseguir el perdón de sus pecados y la salvación de su alma. Por supuesto, tiempo después esta pretensión de alcanzar la salvación por el cumplimiento de los votos sonará a blasfemia. En particular, en diferentes ocasiones no solo repetirá que el celibato es algo imposible de vivir, sino que la obediencia conyugal es más santa que la monástica.
 
El joven religioso Lutero aspiraba a la santidad a través del cumplimiento de los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y de la observancia de las constituciones y de las costumbres de su Orden agustiniana, aunque –confesará tiempo después– hacía esto sin amor, sin generosidad y sin confianza en Cristo. En el fondo, aparece el fraile atrapado en la imagen de un Dios que es más juez exigente que padre clemente.
 
Como sacerdote se acentuaron sus hondos temores, en su primera misa se sintió paralizado al decir: “A ti, pues, Padre clementísimo…”; porque, ¿cómo iba él a dirigirse así a la Majestad cuando todos tiemblan ante un príncipe o monarca?
 
Lutero mirará retrospectivamente estos hechos:
 
“Es verdad que fui un fraile piadoso y que observé tan estrictamente las reglas de mi orden, que bien puedo decir: si algún fraile ha ido al cielo por vivir como fraile, entonces yo quiero también ir al cielo. Así lo atestiguan todos mis compañeros del convento que me han conocido. Porque, si todo aquello hubiera durado más tiempo, yo me habría martirizado hasta la muerte a fuerza de vigilias, oraciones, lecturas y otra clase de trabajos.” 
 
“Yo también quise ser un fraile santo y piadoso, y me preparaba con gran devoción para la misa y para la oración; pero, aun cuando era más piadoso, me acercaba como persona llena de dudas. Una vez que había pronunciado mi oración para la confesión, volvía a sentirme desesperado. Porque teníamos el delirio absoluto de que no podríamos orar y de que no se nos escucharía si no estábamos completamente limpios y libres de pecado, como lo están los santos en el cielo.” 
 
“Fui fraile durante quince años. Sin embargo, no me consolé nunca con mi bautismo, sino que pensaba insistentemente: “¡Ah!, ¿llegarás a ser alguna vez piadoso y a ofrecer satisfacción para lograr que Dios sea clemente?”.”
 
Siendo profesor de filosofía y estudiante de teología (después de ordenado), sus angustias seguían creciendo, aunque algunas veces se sentía consolado con las palabras de sus confesores; por ejemplo, cuando escuchaba: “Eres un necio. Dios no te aborrece, sino tú a Dios. No está irritado Dios contigo, sino tú con Dios” o “Hijo, ¿qué es lo que haces? ¿No sabes que el Señor nos mandó tener esperanza?”.
 
De regreso de su viaje a Roma (que al parecer no tuvo la relevancia que se cree), Lutero siguió el doctorado en teología en la universidad de Wittenberg, en la que enseñó los Salmos y las epístolas a los Romanos, los Gálatas y los Hebreos entre 1513 y 1517; sin duda un tiempo clave para comprender su giro teológico. Dice García-Villoslada que el fraile buscaba agitadamente un triple objetivo en su vida: “Pugnaba por descubrir una luz que disipase las nieblas y oscuridades, por alcanzar una certeza teológica en medio de las dudas y por arribar a la paz de la conciencia”.
 
En sus años de estudios Lutero transitó desde el escolasticismo nominalista hacia un agustinismo radical, orientando su teología en sentido bíblico, cada vez más lejos de Aristóteles y más cerca de san Pablo; al mismo tiempo, se alimentaba de los escritos de san Bernardo, Juan Tauler y Juan Gerson. Más tarde escribiría: “Yo, que había perdido a Cristo en la teología escolástica, lo encontré en Pablo”.
 
Se calcula que el año 1515 Lutero tuvo una “revelación” en la torre del convento en la que solía trabajar; algunos meses previos a su muerte se referirá a esta experiencia en el prólogo a la edición completa de sus obras en latín:
 
“Hasta que al fin, por piedad divina, y tras meditar noche y día, percibí la concatenación de los dos pasajes: “La justicia de Dios se revela en él [el evangelio]” y “conforme está escrito: el justo vive de la fe” [Ro 1, 17]. Comencé a darme cuenta de que la justicia de Dios no es otra que aquella por la cual el justo vive el don de Dios, es decir, de la fe, y que el significado de la frase era el siguiente: por medio del evangelio se revela la justicia de Dios, o sea, la justicia pasiva, en virtud de la cual Dios misericordioso nos justifica por la fe, conforme está escrito: “el justo vive de la fe”. Me sentí entonces un hombre renacido y vi que se me habían franqueado las compuertas del paraíso. La Escritura entera se me apareció con cara nueva…”
 
¿Qué había descubierto Lutero para sí mismo? La diferencia radical entre lo que llama la justicia activa y la justicia pasiva; es decir, entre temer la justicia de Dios como un juicio implacable sobre nuestras obras y aceptar la justicia de Dios como una acción compasiva que no toma en cuenta nuestros pecados. En definitiva, la justicia no consiste en que Dios me premia o castiga sino en que me ama y perdona. Poco tiempo después, la evolución de su pensamiento religioso desembocará en la publicación de sus 95 tesis contra las indulgencias –que adquirirá cada vez más consecuencias teológicas, eclesiales y políticas–, agudizando la tensión entre la fe y las obras para destacar la gracia de Dios. El papa León X excomulgó a Lutero el año 1521.
 
2.         El enigma de las crisis
 
La comprensión de las crisis luteranas tiene su primera fuente en los testimonios del propio Lutero, aunque en determinadas ocasiones exagere. El reformador interpretó su tiempo en el convento como la vida del católico atrapado en un sistema de creencias, valores y prácticas que pretende alcanzar la salvación por el mérito de las propias obras, al punto de excluir la fuerza de la gracia. Lutero no buscó las explicaciones en su propia educación o psicología, sino en las doctrinas y las tradiciones (costumbres, devociones y penitencias) de la Iglesia. Los críticos advierten que en ocasiones fuerza los hechos para que encajen con su versión (dramatiza, generaliza o desvirtúa). Me parece que –pasado el tiempo– es posible un juicio más sereno sobre el tema. Por una parte, es evidente que en la época se produjeron una serie de deformaciones en las creencias y las prácticas de la Iglesia, más allá de la ortodoxia. Por otra parte, también es cierto que el joven Lutero mostraba síntomas de una personalidad bastante complicada.
 
La interpretación católica de la juventud de Lutero estuvo influida durante siglos por la publicación temprana de J. Cocleo (1549): la crisis luterana se entiende a partir de su carácter desenfrenado, soberbio y rebelde, al punto que para justificar su “apostasía” saca de quicio ciertos textos de san Pablo. En el siglo XX aparecen otras explicaciones, que se mueven entre dos tipos bien representados por las obras del dominico E. Denifle (1903) y del jesuita H. Grisar (1911-12). En el primer caso, la comprensión de las crisis del joven Lutero radicaría en una interna corrupción moral que acarreó una nueva teoría (en términos de la fe sin obras), que derivará en la leyenda dorada del fraile observante y la leyenda negra de la Iglesia romana. En el segundo caso, la clave fundamental para descifrar el enigma Lutero sería la neurosis traumática que originó un estado de angustia (entroncada con su evolución religiosa), que explicará el terror ante el Dios implacable, los escrúpulos, la melancolía y la extravagancia del joven fraile. En nuestro caso, creo que es preferible considerar las crisis de Lutero desde su experiencia religiosa, que está tejida de alteraciones psicológicas, inquietudes espirituales e incertidumbres teológicas (sin entrar en las hipótesis de la perversión moral o el trastorno mental).
 
Una primera cuestión es la vocación religiosa de Lutero. Al respecto, me parece excesivo descalificar su ingreso al convento porque su decisión se debería al juramento “hecho en estado de terror” (¿inválido?). La explicación más consistente de su decisión radica en el ambiente religioso, tradicional y devocional en que se educó, creciendo bajo el cuidado de un padre exigente y agresivo, y el cariño de una madre sumisa y triste. No cabe duda de que cultivó una honda sensibilidad hacia las cosas de Dios. Es justificable imaginar que sus maestros vieron en el joven aspirante a una persona sincera que tenía motivaciones auténticas y condiciones suficientes para iniciarse en la vida del convento. Después de todo, quienes hemos leído admirados Clérigos –después más críticos– bien sabemos que la psicogénesis de una vocación a la vida religiosa y/o a la vida sacerdotal se produce en el entramado de las complejidades humanas y los significados religiosos, destacando la vinculación del estado clerical con la lógica sacrificial. 
 
Las crisis que vivió Lutero siendo fraile merecen ser vistas desde la integración de los procesos de maduración humana y de crecimiento espiritual del joven religioso. Las lecturas de los escritos del propio Lutero y de sus estudiosos dejan la impresión de que estamos ante alguien que sufre mucho por sus escrúpulos de conciencia, agravados por la experiencia tormentosa de sus tentaciones, que generan un estado de melancolía. Esta situación se traduce en una angustia por la inseguridad de la propia salvación, que tiene su correlato en la imagen de un Dios implacable, terrible y tiránico, al que el fraile quisiera “satisfacer” a través de sus obras, plegarias y sacrificios. El problema radica en que Lutero hace todo esto sin confianza en la gracia de Cristo, como alguien que sigue el formalismo de los actos y espera un efecto casi mágico. Es probable que este cuadro se complicara con la disciplina del convento agustiniano (aunque es un punto discutido). Resulta válido detectar problemas psicológicos en Lutero, sin pretender de ningún modo desvirtuar su búsqueda sincera de Dios; después de todo, por el mismo camino se podría desacreditar incluso a algunos santos, a partir –por ejemplo– de la “anorexia” de santa Catalina de Siena o la “depresión” de san Juan de la Cruz. 
 
En cualquier caso, la crisis se agravará al punto que Lutero empieza a cuestionar su experiencia religiosa, especialmente a partir de su regreso al convento de Wittenberg para seguir su doctorado y enseñar la teología. Al respecto, es clave su distanciamiento de los frailes de Erfurt, que representan la presunción de la estricta observancia monacal que Lutero comienza a rechazar. Al mismo tiempo, vivirá una progresiva conversión al ritmo de sus estudios y clases sobre los Salmos y san Pablo, hasta convencerse de que el ser humano es justificado por la fe en Cristo, sin las obras.
 
Es interesante cómo Lutero relee su propia lucha interior al trasluz de los textos de san Pablo, a partir de una oposición entre la vida bajo la ley y la vida bajo la gracia. No puedo entrar en detalles sobre la doctrina de la justificación por la fe; sin embargo, considero que la crítica a las indulgencias es una clara expresión del giro en la teología luterana. Las indulgencias habían perdido su sentido original: “Lutero realizó una dura crítica contra el comercio de las indulgencias, pues él lo consideraba un grave abuso por parte de la Iglesia del temor escatológico”. En realidad, las indulgencias representaban para el reformador alemán la prueba evidente de que la Iglesia había olvidado la gracia, la salvación gratuita que recibimos por la misericordia de Dios.
 
3.         La vida bajo la gracia
 
No es sencillo hacer la valoración de la relevancia de Lutero en la reforma de la Iglesia; de hecho, se sabe que en algunos puntos no fue tan original como se suele creer. En cualquier caso, aquí me interesa subrayar que la matriz religiosa de Lutero reside en el cruce de sus dramas personales con sus intuiciones teológicas, que se potenciará con un liderazgo que empujará la gesta reformadora, incluso más allá de lo que inicialmente hubiera deseado el fraile alemán. Cedo la palabra al historiador que determinó el giro en la visión católica sobre Lutero:
 
“Antes queremos dejar sentado una vez más y con toda claridad: no es el logro de una nueva doctrina lo que da a la evolución de Lutero significación histórica. Se la debe más bien a haber soportado una lucha interior aniquiladora. Lutero podría haber llegado en todo caso por cualquier camino a conocimientos teológicos parecidos a los que llamamos reformistas; algunos teólogos anteriores habían llegado a resultados semejantes. Sin aquella lucha interior y la fuerza en ella desatada, Lutero no se habría convertido en reformador. Sólo la enigmática unidad de la personalidad reformadora y de sus conocimientos teológicos hizo posible su influencia universal.”
 
La pregunta que surge es si la experiencia luterana puede resonar en los católicos que habitamos el siglo XXI. Se entiende que muchas personas al acabar la Edad Media se sintieran identificadas con el grito de Lutero al compartir su terror religioso. Lo cierto es que también en nuestros tiempos podemos hallar personas que sintonicen nítidamente con el reformador alemán, porque han configurado su relación con Dios a partir de una rigurosa psicología religiosa, a tal punto que la respuesta de Lutero les suena liberadora. En un sentido más amplio, me parece que el efecto universal del caso Lutero consiste en la búsqueda del Dios misericordioso como el motor de su vida y en la advertencia sobre el peligro de que el sistema religioso desvirtúe la gracia de Dios.
 
Benedicto XVI decía, hace algunos años, que la pasión profunda y el centro vital del fraile Lutero era la cuestión de Dios: ¿Cómo puedo tener a un Dios misericordioso? “Esta pregunta le penetraba el corazón y estaba detrás de toda su investigación teológica y de toda su lucha interior. Para Lutero, la teología no era una cuestión académica, sino una lucha interior consigo mismo, y luego esto se convertía en una lucha sobre Dios y con Dios”. En efecto, cuanto más conozco la historia de las mujeres y los hombres de la fe cristiana, más me impresiona cómo la búsqueda y el encuentro con Dios es también la búsqueda y el encuentro consigo mismo. La cuestión es no solo ¿Quién eres Tú? sino también ¿Quién soy yo? Ya lo dijo maravillosamente el Vaticano II, “el misterio del ser humano solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et spes, n. 22). Siento que esta experiencia marca la diferencia entre la teología meramente académica y la teología como acto de pensar el misterio de Dios en la vida.
 
El pastor Dietrich Bonhoeffer tradujo el peligro que Lutero advirtió, avanzando a través de una suerte de dialéctica entre gracia cara y gracia barata. La gracia barata es el enemigo mortal de la Iglesia: es la gracia tratada como mercancía que se vende a bajo precio, el perdón malbaratado, el consuelo malbaratado, el sacramento malbaratado. La gracia barata es la gracia como doctrina, como principio, como sistema. La gracia barata es la negación de la encarnación del Verbo de Dios: la gracia sin seguimiento de Jesús, la gracia sin la cruz. En cambio, la gracia cara es la llamada de Jesús que provoca que el discípulo deje sus redes para seguirlo. Es cara porque le cuesta la vida al ser humano, es gracia porque le regala la vida. Bonhoeffer advirtió que la Iglesia perdió la gracia cara, pero conservó algo de ella en la vida monástica, donde se convirtió en el mérito de unos pocos. Cuando Lutero abandonó el convento mostró que el seguimiento de Jesús no es la proeza aislada de unos pocos, sino un precepto divino dirigido a todos los cristianos; cuando ingresó al convento había dejado todo menos su “yo” piadoso, ahora que vuelve al mundo no se guía por su propio mérito sino por la gracia de Dios: “Dichosos aquellos para los que seguir a Jesucristo no es más que vivir de la gracia”. 
 
Soy consciente de que la figura histórica de Lutero es fascinante y polémica (por ejemplo, es imposible digerir su justificación de la violencia contra los campesinos de la época o su propuesta de reprimir a los judíos, destruir sus bienes y silenciar su palabra). Después de 500 años de la publicación de las 95 tesis contras las indulgencias debemos ponderar con espíritu ecuménico su aporte original a la reforma de la Iglesia. Me parece que el reconocimiento de la aspiración auténticamente religiosa de Martín Lutero puede iluminar nuestras propias búsquedas espirituales, al punto de experimentar la fuerza de la gracia liberadora y sanadora en nuestras vidas, que hace posible decir con san Pablo: “Por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Co 15, 10).